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La última expulsión de los jesuitas

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El 23 de enero de 1932 (hace ahora 75 años), a las once de la noche, el presidente de la República, Manuel Azaña, hizo llegar al entonces ministro de Justicia, Fernando de los Ríos, el documento en virtud del cual se ordenaba la «disolución en territorio español de la Compañía de Jesús».

El decreto, publicado al día siguiente en La Gaceta -órgano oficial del régimen-, ABC y El Socialista, estipulaba la propiedad estatal de todos los bienes de los jesuitas, a quienes daba un plazo de diez días para abandonar la vida religiosa en común y someterse a la legislación. No era la primera vez que la Compañía de Jesús sufría una expulsión en España, pero sin duda sí fue la más dolorosa y cruenta.

La disolución de los jesuitas ponía el punto y aparte a una situación de persecución contra la Iglesia que comenzó a fraguarse nada más instaurarse la II República. Esta etapa tuvo su punto culminante con la aprobación del artículo 26 de la Constitución republicana -que declaraba disueltas aquellas órdenes religiosas que impusieran, «además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a una autoridad distinta de la legítima del Estado»- y con el famoso discurso de Azaña, el 13 de octubre de 1931, en el que declaraba que «España ha dejado de ser católica».

Durante aquellos días llegarían la quema de iglesias y conventos, que se agudizarían tras la disolución de la Compañía y durante los primeros meses de la Guerra Civil. Como apunta el historiador y ex presidente del Parlamento de Navarra, Víctor Manuel Arbeloa, «desde los primeros momentos del régimen la Compañía fue objeto de animadversión y persecución».

La ejecución del decreto afectó a los 3.001 jesuitas españoles, además de los 621 que estudiaban en el extranjero. «De golpe y porrazo», constata el jesuita Alfredo Verdoy, se clausuraron 80 casas de la Compañía en España, echaban el cierre todos sus centros educativos y obras sociales y sus estudiantes se exiliaban a Bélgica e Italia.

Comienzo de la persecución

Apenas se proclamó la República, la Compañía sintió la persecución. Uno de los mayores expertos en esta materia, el jesuita Alfredo Verdoy (autor de «Los bienes de los jesuitas. Disolución e incautación de la Compañía de Jesús durante la II República», Trotta) señala cómo «en muy pocos meses, de octubre de 1931 a enero de 1932, se fue cociendo la perentoria necesidad no sólo de disolver la Compaía de Jesús, sino todas las órdenes y congregaciones religiosas, especialmente las que más influjo tenían en el campo educativo y social».

Sin embargo, no fueron pocos los jesuitas que, desafiando el orden establecido, optaron por permanecer en España. La revista de los jesuitas en Castilla recordaba, en junio de 2004, cómo todos ellos hubieron de «refugiarse en un régimen de clandestinidad en diversos pisos», conocidos como «Coetus», donde continuaron ejerciendo su ministerio.

Las negociaciones previas a la entrada en vigor del decreto, que encabezaron el Nuncio y el cardenal Vidal y Barraquer, sólo sirvieron para limitar el alcance de la ley a los jesuitas. En opinión de Arbeloa, «los jesuitas eran la punta de lanza de la Iglesia, especialmente en el ámbito social y cultural. Y por ello molestaban, y mucho. Los políticos laicistas no hicieron esfuerzo alguno para tratar de llegar a una «concordia» como la que preparó el equipo del cardenal Vidal y Barraquer y el Nuncio Tedeschini».

¿Por qué los jesuitas y no todos los religiosos? Para Verdoy, «porque, de haber optado por expulsar a todos, el Gobierno republicano se hubiera enterrado vivo. No olvidemos que el deseo de suprimir la Compañía había unificado a los anticlericales y a todos cuantos pensaban que los jesuitas acabarían mermando el poder de la República, y dulcificando su carácter revolucionario».

Aunque los jesuitas estaban preparados para una expulsión, «hicieron cuanto pudieron en su defensa y, ante el decreto, reaccionaron con altura de miras, incluso con generosidad, y sobre todo con mucho dolor por lo que su Gobierno quería para ellos», dice Verdoy.

La decisión de disolver la Compañía causó una profunda polémica en la España republicana. Las crónicas de ABC en las siguientes semanas ponen de manifiesto la protesta vivida en todas las iglesias y centros católicos. El propio Pío XI proclamaba, el 25 de enero, que los jesuitas eran «mártires del Papa».

La medida fue fue contestada en otros ambientes. Como recuerda Arbeloa, el propio Gobierno «estuvo dividido en este punto», y algunos de sus miembros, como Alcalá Zamora o Maura, defendieron hasta el final su no aplicación.

Setenta y cinco años después, y en mitad de un proceso revisionista de nuestra historia más reciente llevado a cabo por el Gobierno, Arbeloa subraya cómo «hay laicistas españoles, antes y ahora, muy ignorantes, zafios, sectarios y crueles. Suelen ser, en buena parte, católicos «renegados», que quieren acabar con cualquier influencia del Cristianismo y de la Iglesia en la sociedad».

Aunque la situación actual es bien distinta, el historiador sostiene que los citados sectores «quieren hacer desaparecer desde los belenes a los crucifijos». Empero, apunta que «son distintos los ateos, agnósticos y anticlericales. Espero que entre todos controlemos a los fundamentalistas peligrosos, de cualquier especie». Para evitar que la Historia se repita.

Autor: Jesús Bastante
Publicado en ABC, Madrid, 22 de enero de 2007.