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El nuevo holocausto

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El mes pasado, tres fanáticos sanguinarios, tres resentidos de los suburbios franceses abducidos por el wahabismo, acribillaron en el centro de París a diez periodistas, tres policías y cuatro clientes de un supermercado judío. Una barbaridad así produjo un shock mundial. Francia recibió la solidaridad más afectuosa. La libertad de expresión fue defendida como un valor irrenunciable. Esa misma semana, la jefa Merkel, Renzi, Rajoy, y Cameron viajaron con urgencia a París para encabezar junto a Hollande una enorme manifestación. Aquellos días todos éramos Charlie (o eso se decía) y parecía que Europa asumía por fin que aloja un tumor en su seno.

Tal conmoción es lógica, lo mismo que la que se ha producido tras los ataques del pistolero desequilibrado de Dinamarca. Además resulta imprescindible condenar con toda la energía el retorno del antisemitismo –si es que esa vileza se ha extirpado alguna vez, porque en ambas ocasiones los judíos han estado en la diana.

Iglesia copta en Egipto
Iglesia copta en Egipto

Pero desde la mal llamada Primavera Árabe, que ñoñamente leímos como la fábula de la democracia floreciendo en un Medievo mental, está sucediendo algo más. Asistimos a una matanza muchísimo más grave en volumen y extensión que los estremecedores asesinatos de París y Copenhague. Un genocidio constante y orillado. Se está asesinando la libertad de fe. Se está decapitando y crucificando a personas por algo tan íntimo y trascendente como el derecho a sus creencias religiosas. Estamos asistiendo casi impávidos al holocausto de los cristianos en varios países musulmanes. Una auténtica campaña de exterminio físico, que sin embargo no lleva a los líderes occidentales a manifestarse por las calles o tomar medidas, ni a nuestros intelectuales a lanzar gallardos alegatos, como los que compusieron para defender el derecho de los dibujantes franceses a insultar a los demás en nombre del humor.

En 1970, cuando murió Nasser, el 20% de los egipcios eran cristianos. Hoy se calcula que solo suponen el 5%. En Irak, bajo el régimen patibulario de un verdugo tan temible como Sadam, vivían 1,4 millones de cristianos. Ahora quedan 260.000. El cristianismo es la religión más perseguida del planeta, acogotada en 25 países. Los atentados contra sus templos ya no merecen ni titulares: 37 muertos en un atentado en Irak en Navidad, 130 muertos en una iglesia de Pakistán, las escabechinas de Boko Haram en Nigeria y Camerún, las atrocidades del califato nazi de Siria e Irak.

A un paso de Italia, en una playa de Libia, Estado Islámico acaba de rodar su última producción. Varias cámaras, escenografía estudiada, efectos de luz. Veintiún trabajadores egipcios de fe cristiana, que emigraron a Libia porque en sus plantas petroleras se paga seis veces más que en su país, fueron secuestrados y degollados. No se trató de una muerte rápida. Fue una agonía en diferido: semanas secuestrados bajo la congoja de una muerte cierta, el paseo humillante por el arenal con el hábito naranja del señalado, intuir el cuchillo viniendo al cuello... ¿El delito? Eran coptos, cristianos. «Conquistaremos Roma con la venia de Alá», decían a las cámaras quienes los mataron.

Los tertulianos de guardia de las cadenas tele-podemos no se indignan en sus púlpitos (tal vez si fuesen seguidores del Dalai Lama...). Obama confirma que es un líder de goma. Europa cree que sus valores se defienden solos, sin sufrir un arañazo. En Ucrania se disputa una estúpida guerra nacionalista entre cristianos. El mal absoluto ya campa por las playas de Libia. Pero Occidente, blando y gastado, no tiene esta vez un Churchill.

Fuente: diario Abc, Madrid 18 de febrero de 2015