Libertad Religiosa - Doctrina de la Iglesia Católica

Laicidad y laicismo en España

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Discurso de Monseñor Ricardo Blázquez Pérez, Obispo de Bilbao, Presidente de la Conferencia Episcopal Española, en la apertura de la LXXXIX Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española (extracto).

Las palabras laicidad y laicismo, laico y laicista, secularización, secularidad y secularismo, secular y secularista, son utilizadas como si fueran elásticas, ya que su significado se encoge o se estira para significar acepciones diferentes y son interpretadas con un alcance notablemente distinto. Se requiere estar atentos para no pasar indebidamente de un sentido a otro. El mismo Concilio Vaticano II sintió la necesidad de explicar en qué sentido la “autonomía de las realidades temporales” es lícita en la perspectiva de la Iglesia y está de acuerdo con la voluntad del Creador. Es legítimo hablar de autonomía de las realidades temporales, si por ella se entiende que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de leyes y valores propios que el hombre descubre y ordena; pero si se entendiera la autonomía en el sentido de que las realidades creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin referirlas al Creador, la falsedad de esta opinión es patente a quienes creen en Dios, ya que la criatura sin el Creador se desvanece. Como la corrección de las relaciones entre ciencia y fe, Estado e Iglesia, sociedad civil y comunidad eclesial dependen en buena medida de la claridad en la utilización de aquellas palabras, de los conceptos que expresan y de las interpretaciones que de ellas se hace, nos ha parecido conveniente dedicar a esta cuestión algún tiempo. La penetración intelectual del Papa Benedicto XVI y la precisión de sus formulaciones nos sirven de guía maestra.

Desea el Papa que, en diálogo abierto entre creyentes y no creyentes, teólogos y filósofos, juristas y hombres de ciencia, se elabore “un concepto de laicidad que, por un lado, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social, y, por otro, que afirme y respete la legítima autonomía de las realidades temporales” (Discurso en el LVI Congreso Nacional de la Unión de Juristas Italianos, el día 9 de diciembre de 2006).

Mons. Ricardo Blázquez
Mons. Ricardo Blázquez

Como es sabido laico, además de ser el miembro del Pueblo (laós) de Dios, significó originalmente la condición del cristiano que no pertenece al clero ni profesa la vida religiosa; en la Edad Media laicidad significó también la oposición entre el poder civil y el poder eclesiástico; y en los tiempos modernos ha recibido a veces la significación de excluir «la religión y sus símbolos de la vida pública mediante su relegación al ámbito de lo privado y de la conciencia individual. De esta manera ha llegado a atribuirse al término “laicidad” una acepción ideológica opuesta a la que tenía en su origen». Y un poco más adelante, explicitando los campos en que se puede manifestar esa acepción de “laicidad” y los fundamentos en que se apoya, afirma el Papa con su habitual clarividencia: “La laicidad se expresaría en la separación total entre Estado e Iglesia; esta última no tendría derecho alguno a intervenir en temáticas referentes a la vida y a la conducta de los ciudadanos; la laicidad llegaría incluso a implicar la exclusión de los símbolos religiosos de los lugares públicos destinados al desempeño de las funciones propias de la comunidad política: oficinas, escuelas, hospitales, cárceles, etc. Sobre la base de tan numerosas formas de concebir la laicidad, se habla incluso de pensamiento laico, de moral laica, de ciencia laica, de política laica. En efecto, subyace en esta concepción una visión no religiosa de la vida, del pensamiento, de la moral, es decir, una visión en la que no hay sitio para Dios, para el Misterio que trascienda la pura razón, para una ley moral de carácter absoluto, vigente en todo tiempo y situación”. Es una pretensión excesiva convertir este tipo de laicidad en emblema de la postmodernidad y de la democracia moderna. Me permito recordar que en la misma longitud de onda emite la Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal Española Orientaciones morales ante la situación actual de España, aprobada el día 23 de noviembre en Asamblea Plenaria.

Los cristianos tenemos la preciosa misión de anunciar y mostrar que Dios es amor, que no es antagonista del hombre, que la ley moral cuya voz se oye en la conciencia tiende no a oprimir sino a liberar, no a amargarnos la vida sino a hacernos más felices. Este mensaje, al tiempo que refuerza la dignidad del hombre, es como un manantial que vierte incesantemente valores éticos en la sociedad. La Iglesia quiere mantener la pasión por la verdad, la libertad, la justicia y el amor apoyándose en la fuerza del misterio de Dios en que cree.

El Papa propugna lo que llama “sana laicidad” que “implica la autonomía efectiva de las realidades terrenales respecto a la esfera eclesiástica, no así frente al orden moral”. Consiguientemente, a la Iglesia no corresponde indicar qué ordenamiento político y social es preferible; es el pueblo el que libremente determina las formas más adecuadas de organizar la vida política; toda intervención directa de la Iglesia en este campo constituiría una injerencia indebida. Pero la misma “sana laicidad” comporta también que “el Estado no considere la religión como puro sentimiento individual, susceptible de relegarse al ámbito privado. Al contrario, la religión al estar organizada también en estructuras visibles, como es el caso de la Iglesia, debe ser reconocida como presencia comunitaria pública”. En este marco de “sana laicidad”, con las actitudes y conductas que le son coherentes, se comprende que sea garantizado el ejercicio de las actividades de culto, y también culturales, educativas y caritativas, de la comunidad de los creyentes; que dentro de la laicidad, que no degenera en laicismo, sean respetados los símbolos religiosos en las instituciones públicas. Entran en una “sana laicidad” que los representantes legítimos de la Iglesia se pronuncien sobre los problemas morales que se plantean a la conciencia de todos los hombres; la Iglesia debe defender y promover los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad.

Nuestro Estado es aconfesional, ya que “ninguna confesión tendrá carácter estatal” (Constitución Española, art. 16,3); y los ciudadanos serán lo que juzguen en conciencia. El Estado es aconfesional para que cada persona, según su libre decisión, pueda ser creyente o no creyente, de esta religión o de la otra, respetando el orden público y no oponiéndose al orden moral. La Iglesia, que contribuyó eficazmente al consenso fundamental que estableció la democracia en los años de la llamada transición política, de que podemos estar orgullosos los españoles y que ha merecido elogios de otros países, se siente institucionalmente bien en estas coordenadas. Fundados en aquel acuerdo reconciliador, podemos y debemos continuar construyendo entre todos y para todos el futuro de nuestra sociedad.

En un Estado aconfesional y en una sociedad donde la pluralidad tiene gran calado, en orden a asegurar una convivencia fecunda y promover un ordenamiento jurídico democrático, es importante la búsqueda y la afirmación de unas bases morales comunes pre-políticas o meta-políticas, por parte de quienes profesan una “laicidad sana”, sean creyentes o no creyentes. ¿Por qué vías promover esa común base moral? La siguiente perspectiva es fundamental e insustituible; en este contexto afirmamos con el Papa “la necesidad de reflexionar sobre el tema de la ley natural y de recuperar su verdad, común a todos los hombres. Dicha ley está inscrita en el corazón del hombre y, por consiguiente, sigue resultando hoy no puramente inaccesible” (Discurso en el Congreso Internacional sobre Derecho Natural, 12 de febrero de 2007). La ley natural está abierta a la razón en su permanente búsqueda de la verdad del ser humano, y es como el norte de su camino en la historia. La ley, escrita por Dios en el corazón (cf. Rom 2,15-16), une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver los problemas morales que se plantean al individuo, a la sociedad y a la humanidad entera (cf. Gaudium et spes, 16).

Lúcidamente conecta el Papa la verdad del hombre con la libertad de todos: “Como la libertad humana es siempre libertad compartida con los demás, resulta patente que la armonía de las libertades sólo puede hallarse en lo que es común a todos: la verdad del ser humano, el mensaje fundamental del propio ser, es decir, la lex naturalis”. De esta fuente fluyen los derechos fundamentales y sus correspondientes obligaciones. Todo ordenamiento jurídico “halla en última instancia legitimidad en su arraigo en la ley natural, en el mensaje ético inscrito en el propio ser humano. La ley natural es, en definitiva, el único baluarte válido contra la arbitrariedad del poder o contra los engaños de la manipulación ideológica”. La dignidad del hombre, percibida por la conciencia que es el núcleo más secreto y como el sagrario del hombre, se rebela frente a sus humillaciones.

A la luz de la conexión íntima entre libertad y verdad, puesta de relieve habitualmente por el Papa, podemos preguntar: ¿No necesitamos una reflexión honda y abierta sobre la libertad tanto en su concepción teórica como en su realización histórica en la vida personal y social? San Pablo, celoso defensor de la libertad cristiana, siempre la reivindicó frente a los riesgos que la acechaban; pero al mismo tiempo advirtió:“no todo conviene” (cf. 1 Cor 6,12; 9,1), y exhortó a realizar la libertad en el amor (cf. Gál 5,13). La libertad humana, la verdad, la justicia, la solidaridad, el amor y el respeto de las personas se comprenden y realizan en mutua interacción. Todas estas realidades son como astros de una constelación con cuyos movimientos coordenados se salvaguarda y madura armoniosamente la dignidad humana. La libertad debe ser educada para que no pierda el rumbo ni se convierta en egoísta e insolidaria.

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