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Derecho al espacio público

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Una de las razones por las que anticlericales de distinta ralea y laicistas varios aficionados a arrinconar la religión al ámbito privado presentan una cierta enemiga hacia la Iglesia es porque ésta les resulta un elemento distorsionador e incómodo en el ámbito político; para ellos lo es en más aspectos de la vida, pero en éste de una manera muy especial.

Esto, a poco que se analice, resulta chocante, porque en principio, en una sociedad libre, las limitaciones son para el Estado y los poderes públicos, que no pueden entrometerse en la esfera privada y que están al servicio de los ciudadanos y de la sociedad. Son éstos últimos los propietarios del espacio público, sobre el que nunca nadie puede ejercer el monopolio, ni siquiera los partidos políticos, ni ninguna casta selecta como podrían llegar a serlo los propios profesionales de la política. El ágora pública, por ser pública, está abierta a todos; sólo debería cerrarse el acceso a quienes amenacen monopolizarla. En caso contrario, solamente la autolimitación es la que puede definir el modo e intensidad de la participación en la vida pública.

Recientemente, en la Asamblea General de Cáritas Internacional, Benedicto XVI dijo a los asistentes que la política "no es la competencia inmediata de la Iglesia", lo cual no quiere decir que no tenga que ver con la política, ya que su misión es "promover el desarrollo integral" del hombre. Desde sí misma, la Iglesia es consciente de cuál es su papel, pero se da cuenta de que el desarrollo integral de alguien incluye el que el hombre es, con conocida expresión aristotélica, un animal político o ciudadano (zoon politikón). Y claro, inevitablemente la Iglesia interviene, aunque no inmediatamente, sí mediatamente en política, porque sus miembros forman parte de la polis.

Los obispos, ciertamente, como cualquier ciudadano, tienen derecho a tener sus propias opiniones sobre los asuntos públicos y a expresarlas. Pero, sobre todo, cualquier católico es responsable de los intereses de la colectividad y, por tanto, debe participar en política. Lo que no quiere decir que todos tengan que engrosar las filas de algún partido político o que tengan que dedicarse profesionalmente a la política con vistas a ejercer algún cargo público.

Una de las características más importantes de un régimen democrático es que hay opinión pública en un sentido muy preciso. No se trata simplemente de que la opinión que puedan tener los representantes electos sobre el bien común se publique; esto también se puede dar en un régimen autoritario. Lo sustancial es que esa opinión pública esté formada por todos. Por ello, la manera más elemental de participar en política, es decir, de responsabilizarse de las cuestiones comunes a todos, es formarse una opinión sobre esos asuntos y sacarla a la calle.

Todo el que manifiesta en un ámbito público su opinión sobre un problema público hace política. Y un ámbito público no es solamente una asamblea legislativa, el pleno de un ayuntamiento o las páginas de un periódico. El ágora, la plaza pública, es en realidad todo lo que se extiende más allá del domicilio de uno. Y política hacemos cuando damos nuestra opinión sobre algo de todos en la cola del mercado, en la cafetería de la facultad, en la oficina o donde sea. A condición de que la opinión sea de uno. Es decir, que no sea una mecánica repetición de un lugar común. Es difícil, por no decir imposible, crear ideas propias en todo, pero a lo que el hombre no puede renunciar es a apropiarse las ideas plausibles de los otros, hacerlas suyas, personalizarlas y no convertirse, desde la despersonalización y masificación, en un mero punto en la correa de transmisión de una frase de propaganda.

Solamente cuando los católicos no tienen opinión propia o no la manifiestan, la Iglesia es inocua para los codiciosos de poder. ¿Qué tendrá la Iglesia que todos los autócratas se la quieren quitar de encima o domesticarla? En China, la Iglesia patriótica china; en Venezuela, la amenaza de creación de una Iglesia católica bolivariana... Después de treinta años de democracia [en España, n. de la R.], pese al laicismo rampante, la Iglesia seguirá aportando al bien común el que un católico solamente lo puede ser siendo ciudadano.

Artículo publicado en Libertad Digital, 21 de junio de 2007